sábado, julio 27

Toni Kroos sale por la chimenea

Hace poco un amigo madrileño se lo tomó, en mi opinión demasiado teatralmente para que nos lo tomemos en serio, con Toni Kroos. Le echó en cara los goles encajados, exigió explicaciones a Ancelotti cuando le vio titular, corrió al televisor a empujarle el culo a Kroos para poner al equipo por delante, le ordenó hacia dónde dirigir los pases oportunos. Vi el programa con nostalgia. Al fin y al cabo, ese es el final de todas las leyendas, desde Di Stéfano hasta Zidane: que un aficionado veinte kilos más que tú y que nunca ha visto un balón te explique cómo se juega al fútbol. En algún momento del partido, Kroos, como solía hacer, abrió un bidón de gasolina con un clic de sus botas, y el Madrid se adelantó una, dos o tres veces en el marcador, tantas veces como Kroos quiso. Y después de las celebraciones miramos a nuestro amigo, que sonreía feliz en su silla: “¿Ves cómo tenemos que animarlo?”.

Ninguno de los aficionados sabemos más de fútbol que Kroos, pero sí sabemos mucho más de decadencia que él. A los 17 años muchos estábamos pensando en algo para nuestras vidas que nunca llegó, y a esa edad comenzó su carrera profesional en el fútbol de élite. Su retirada, sin embargo, nos hace sospechar que conoce demasiado bien su cuerpo y a la afición demasiado bien como para pensar que saldría ileso de unos años más de carrera. “Tienes que irte cuando todavía te pueden echar de menos”, dijo el muniqués Xabi Alonso, otro que se fue compitiendo en un gran equipo europeo. Kroos es un jugador de una integridad rara y deliciosa. Se prometió que en algún momento dejaría lo más alto y ha decidido hacerlo a punto de una final de Champions. Fue a Qatar a ganarse los pitos con los que se premia la dignidad de un futbolista. Ha ganado todos los títulos, ha perdido todos menos uno (campeón del mundo de clubes), y ha seguido buscando en el campo una excelencia milenaria que le vincula a los mejores centrocampistas de la historia.

Su relación con el juego es proporcional a su relación con los espacios y el balón. Los controles y golpes son exactamente los controles y golpes con los que el Madrid se mueve desde hace diez años. Es un ritmo venenoso, como el aire viciado que se cuela en la habitación y todos respiran sin saber que están muriendo; El Madrid se asfixia por orden de Kroos, y en ocasiones el propio alemán también mata con las manos, como en Múnich, cuando rompió dos líneas de defensa alemanas moviendo los dedos. “Mi idea del fútbol, ​​la base de mi juego, es que sólo soy bueno cuando juego en el equipo. Esa es mi cualidad. “Si hago algo solo no soy tan bueno”, dijo a EL PAÍS hace un año. Luego recordó que sigue aprendiendo en el campo, que no hay momento en el que descanse su curiosidad por ser mejor.

Kroos ha sido un faro impresionante en la historia del juego y la belleza del Real Madrid. Ha disfrazado victorias imposibles haciendo bailar estadios enteros con cambios de ritmo de tal manera que en lugar de un campo de fútbol parecía Wimbledon, y ha frenado derrumbes acaparando el balón y reorganizando los ánimos. Es uno de esos pocos teóricos del fútbol a quienes les va mejor con la práctica que con las lecciones. El Madrid le debe una estética y una forma distinguida de estar en el campo, esa manera arrolladora y lujosa con la que uno queda siempre en la memoria: ganar sin tener que decir «lo siento».

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